De chica me encantaba cuando me tocaba la tarea de calcar los mapas para mi cuaderno de geografía. Tinta china, papel de calco y el contorno de Argentina impreso en el manual. Para mí era como una cara de perfil que se estaba riendo, con nariz de payaso, un cuerno en la frente y un pie chiquitito haciendo equilibrio en el vacío. Pero si miraba un rato más, me parecía la forma de un embudo. Porque el mapa se acaba ahí. Y una vez dentro del embudo, ya no podés salir. Claustrofobia o gravedad te tiran para abajo. Hasta Tierra del Fuego. Y encima la Antártida, apunta con una ajuga de hielo, que tampoco te permite relajarte del todo. Somos la última parada del colectivo. Donde se bajan los pocos trasnochados que llegan a la terminal. Y que ya no pueden ir más allá. Un refugio o una celda. Somos la tierra del escondite. El lugar perfecto para el que huye y necesita ocultarse del tirano. Lo mismo se aplica al tirano cuando le llega su turno. Y así fuimos puerto para el humanismo de tantos, como lo fuimos también para la inhumanidad de algunos pocos. ¿Quiénes más llegaron a la Argentina? Llegaron los huérfanos, los que tenían hambre de cariño, los que soñaban con una familia y un trabajo y una tierra que labrar. Muchos que no querían ser encontrados, buscarían redención. O paz. Vivir en el culo del mundo tiene sus ventajas, cuando no querés que nadie se moleste en venir a buscarte. No somos por suerte paisito entremedio de los grandes, estamos más bien fuera de la línea de fuego, salvados por los kilómetros, literal y geográficamente apartados. Hasta que llegue la hora que todos quieran huir o esconderse a la vez. ¿Y qué construimos juntos en este bendito embudo? Una balsa para ir a naufragar. No importa toda la madera que juntemos, por más que se junte y junte, madera más madera, es para hundirnos ¿no lo ves? El contorno de esa geografía ahora nos rodea, como la cuerda a la garganta. Los que desde el principio estaban por acá: casi anegados por completo con la pisada fuerte de la conquista. Los que llegaron después: supervivientes, que ya habían encallado por allá arriba. Entre tantos despojos de naufragio y un camino sin salidas no tuvimos más remedio, que convertirnos ensoñadores o filósofos. Barcos de papel sin altamar. ¿Lo que más me gustaba calcar? Las Malvinas. Era como dibujar una mariposa en medio del océano. Hasta que una pesadilla del ’82 me la convirtió en vampiro. Y ahora si vuelvo a mirar bien este mapa, ese cuerno de ahí arriba, la provincia de Misiones, parece como un brazo. ¿Se estira, me saluda? ¿Acaso es un puño, una mano? Esa que con un gol de sorpresa nos puso por derecho en el planisferio.